Escribió:
Héctor J. Izquierdo Acuña
Celestino Martín Camacho |
Cada pueblo, por insignificante que este sea, tiene su historia; de
hecho, no existe lugar de la geografía terrestre que no la tenga, ni tampoco
aquel que no haya construido sobre esa base una identidad individual.
Morón no es la excepción. Con una
historia llena de acontecimientos, personajes y lugares que lo caracterizan,
muchos de ellos aún permanecen desconocidos para gran parte de sus habitantes.
Los topónimos son algunas de las cuestiones
que más dudas sugieren, pues no pocos se han perdido con el paso del tiempo:
ese que todo lo transforma, de tal manera que hoy se desconoce con certeza la
circunstancia de su origen. Tal es el caso del llamado Callejón del Pito.
Durante la primera mitad del siglo XX,
las migraciones hacia Cuba desde las Islas Canarias, o las islas Afortunadas
como también se les conocía, eran constantes. Miles de jóvenes, atraídos por la
posibilidad de encontrar nuevas fuentes de trabajo y para escapar del servicio
militar en tiempos en que España se encontraba inmersa en conflictos bélicos,
vieron en esa otra y mediterránea isla, un lugar donde encontrar fortuna.
Motivos suficientes tenían Julián y
Antonia, los padres de Celestino Martín Camacho, Farruco entre sus amigos y
familiares, y de Camila, para procurar nuevos horizontes. Así, en fecha no
precisa entre 1902 y 1904, decidieron partir de Tejina, un pequeño barrio costero
perteneciente al municipio de La
Laguna, en la
Isla de Tenerife. Pronto se vieron navegando en un maltrecho
vapor a Cuba, donde ya había arribado, años antes, José Camacho y Pérez junto a
su familia.
Se instalaron en Meneses, un pequeño
poblado de campo rodeado de verdes montañas casi perdido en la geografía
nacional, perteneciente hoy al municipio espirituano de Yagüajay. También vivió
un tiempo en Venegas.
Celestino tenía apenas tres o cuatro años
cuando pisó tierra cubana. Sin embargo, el futuro le depararía un esfuerzo
mucho mayor cuando sus padres decidieron regresar a canarias junto con su
hermana Camila. Quedó sólo, al amparo de la familia que lo acogió como se cubre
en el regazo a un hijo.
Los inicios no fueron halagüeños para él.
Después vino la década del ´40, una época difícil durante la cual el mundo se
debatía en la II Guerra
mundial. Tuvo, entonces, que empezar de cero.
Era Farruco un hombre trabajador, de gran
fortaleza física y de carácter. No se amilanó y, poco a poco, junto a su carreta
y su cuadrilla de bueyes, luego de largas jornadas e inenarrables fatigas,
recorriendo los enlodados caminos de Iguará, Jarahueca y Perea…, trasladando
madera, caña de azúcar, tabaco y de cuanto apareciera para ganar el sustento,
comenzó a levantar un pequeño capital que le permitió formar un hogar con Julia
Cabrera Martínez, su esposa y compañera de toda la vida con quien tuvo tres
hijos: Elsa, Herlán y Eloy.
Durante 30 largos y difíciles años anduvo
Farruco tirando de su cuadrilla aguijón en mano por las fincas villareñas,
hasta que lamentablemente enfermó. Vendió entonces sus animales y decidió
cambiar de labor.
En 1952 vino con su familia para Morón,
donde arrendó a Manuel Tuero una finca de cuatro caballerías nombrada Buen
Retiro. Cultivó caña de azúcar, tabaco, naranjas, frutos menores y fomentó una
vaquería que, además de la excelente leche, permitía la elaboración de quesos,
mantequilla y demás productos lácteos. Su esfuerzo rindió frutos. Poseía
también una envidiable cría de gallinas que, sueltas a su libre albedrío, se
procuraban el alimento en los sembrados, escarbando en la suave arena rojiza
del sitial.
Era agradable visitar Buen Retiro, una
finca que abría, al final del callejón, una gran portada, custodiada por una
yagruma, una anacahuita y dos esbeltas palmas reales, coronada con un delgado
techo de tejas a dos aguas que daba la bienvenida a los visitantes. Un largo
camino rodeado de árboles, entre ellos el mazapán -también conocido como árbol
del pan o frutipan, separaba la entrada, de la casa. Anones, ciruelas coloradas
y amarillas, mameyes, granadas, aguacates, tamarindos, caimitos…, y el cuidado
jardín de Julia matizado de rosas, eran parte del entorno hogareño, en cuyo
centro se levantaba el siempre limpio y ordenado bohío de palma, techo de guano
y reluciente piso de cemento gris.
Había levantado una imponente casa de
tabaco. Entrar en ella era como adentrarse en una zona llena de misterio para
nuestras mentes casi juveniles. Los cujes, que soportaban estoicamente el peso
de las hojas de la aromática planta, se apilaban desde el piso hasta que la
vista se perdía por la oscuridad y la altura. Resultaba un enigma traspasar su
puerta, de hojas de palmas como la casa misma. Cualquier ruido, ocasionado por
los ratones que allí medraban o por las lechuzas que dormían la siesta
reponiéndose para su labor nocturna, ponía en tensión a todos. Así era, de
sobrecogedor, el lugar.
Una arboleda de mangos de todo tipo
cubría el espacio que conducía hasta una decorosa piscina que servía a una red
de canales que llevaban sus aguas, extraídas de un bondadoso pozo aledaño, al
sembradío, y proporcionaba de beber al ganado.
Era placentero transitar por el callejón
cosechando las llamativas peonías. Aunque lloviera a cántaros, era difícil
encontrar lodo porque el suelo arenoso raudo lo escurría. En dependencia de la
estación, en sus orillas el caminante podía encontrar, y también tomar, mangos
o marañones amarillos y colorados. Constituía un deleite cuando, al retorno y
ya en casa, hacíamos una pequeña hoguera y tostábamos las numerosas semillas de
esta astringente fruta que habíamos recolectado durante el trayecto, para luego
comer con fruición la sabrosa masa que guardaban en su interior.
Ese mismo año Celestino, ya con cierta
edad, tuvo que ser sometido a una exéresis de laringe por neoplasia, por cuya
causa perdió las cuerdas vocales. Solo su férrea voluntad contribuyó a que
aprendiera a articular palabras con el empleo de un aditamento conocido como laringófono,
pero que el pueblo denominaba “Pito”.
Eso dio pie a que los lugareños
comenzaran a llamarlo “El viejo del Pito” y al callejón que daba acceso a la
finca Buen Retiro: “El callejón del viejo del pito”. Aunque para mal de nuestra
identidad ese transitado lugar haya perdido, con el paso del tiempo, la parte
humana de su verdadero nombre.
Conocí a Farruco ya de edad avanzada.
Era, así lo recuerdo, un hombre fornido, curtido tras largas faenas de duro
trabajo bajo el ardiente sol caribeño. De tez rosada, siempre con su sombrero
de paño y camisa o camiseta blanquísima, sentado en su taburete preferido bajo
la sombra que proyectaba el portal corrido del bohío y, en sus recias manos, su
inseparable tabaco, fruto de la tierra cultivada con su esfuerzo. Muy cerca de
él, sus perros, León, Tigre y la pastora alemán Nela, como guardianes del
patriarca, atentos a cada palmada del dueño, pues así era como se comunicaban.
Tal era su apariencia cuando no estaba trabajando, cultivando con su sudor, la
tierra.
Era, además, conversador a pesar de su
limitación. En lo personal, me resultaba poco menos que imposible entenderlo y,
apenado, casi siempre respondía con voz entrecortada a sus preguntas. No sé por
qué, pero un día comenzó a llamarme con el mote de “Aguacate”. Después, tras su
muerte, Eloy, su hijo menor, extendió jocosamente el calificativo y de tal
manera, que lo heredamos cada uno de mis primos y mi hermano por igual, hasta
el día de hoy.
Me contaba Cecilia Bravo Martín, conocida
cariñosamente por Coca, quien vivió con Celestino desde niña porque su mamá
tenía entonces 18 hijos y le resultaba difícil mantenerlos, que durante 22 años
de mutua convivencia, aprendió a conocer bien a su tío. Recuerda, y al hablar
de él y de su tía Julia se le aguan los azulados ojos ya un tanto marchitos por
la edad, que era difícil tratar con él. De carácter recto, en él no cabía el
irrespeto y la falta de honradez, y así enseñó a sus hijos.
Tampoco era cobarde, por el contrario.
Todavía se cuenta la historia de cuando se batió a tiros con Paco el carnicero,
quien resultó herido de bala en el enfrentamiento. Estuvieron presos algún
tiempo hasta que gracias al pago de una fianza y debido a su enfermedad, se le
permitió permanecer en su hogar donde a diario iba a visitarlo un guardia del
cuartel.
Cuenta su hijo Eloy que su rival no tenía
dinero suficiente para pagarla en ese momento y aguardaba la llegada de sus
familiares; Celestino se brindó para cubrirla y salir juntos del vivac. Pienso
en ese loable y caballeroso gesto y aquilato mejor a Farruco. El fin de la
historia no es nada trágico, muy por el contrario. Los que antes se habían
enfrentado revólver en mano, fueron buenos amigos, amistad que perduró por
mucho tiempo.
Pero la cruel dolencia había regresado y
debió ser intervenido nuevamente en el oncológico de Camagüey. Falleció el 17
de noviembre de 1969. A
los pocos años falleció Julia. Los restos mortales del inseparable matrimonio
yacen sepultados en Meneses, lugar donde se conocieron, contrajeron nupcias y
formaron una familia, y desde donde un día partieron desconociendo que su
patronímico se inscribiría para siempre en la identidad moronense.
Volví años después a Buen retiro, hace
muy poco, y el tiempo, como siempre, el bendito y a la vez maldito tiempo,
había hecho estragos irreparables. Ya Buen Retiro no lo es tanto, o peor, es
nada. Solo permanecen, imborrables, los recuerdos.
La ancha portada de madera ya no da la
bienvenida, no está. Ahora los que arriban a ese paraje son recibidos por
montañas de escombros y desechos pestilentes que, desafiantes, irrespetuosos e
insolentes, mancillan el recuerdo de aquellos lejanos tiempos; tampoco los
árboles de las más diversas variedades que de antiguo nos cobijaban cubren con
su sobra al caminante ni sirven de guarida, en las noches, a la multitud de
palomas y tojosas que dormitaban en sus frondosas ramas.
La piscina, donde solíamos nadar y calmar
el calor sofocante de las temporadas estivales, ya no brinda sus frescas aguas
acabadas de salir del insondable pozo. Fue destruida por manos desconocidas y
alevosas. Sus ladrillos han servido para construir viviendas en lugares
aledaños.
Hoy solo puede verse, como mudo testigo y
rodeada de espesa hierba, las ruinas de una vivienda abandonada en la que
alguna vez vivió, luchó y murió Celestino Martín Camacho, Farruco, o mejor, “El
Viejo del Pito”, el canario quien, sin imaginarlo siquiera, dejó impreso en la
memoria del pueblo el nombre por el cual se reconoce, desde hace décadas, el
callejón que conducía a su finca Buen Retiro.
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